Procedimiento para hacerse una herida incisa.  

Tómese una  lámina metálica provista de un borde cortante del tipo de un bisturí, una navaja o un cúter. El deslizamiento del corte sobre la superficie cutánea provocará una solución de continuidad nítida con penetración en los tejidos, una herida incisa de bordes regulares y bien delimitados. La herida presentará dos dimensiones: extensión y profundidad. La longitud del corte debe superar la profundidad. Los bordes serán limpios y estarán bien irrigados, con mínima desvitalización de los tejidos. La separación de los bordes será mayor cuanto más perpendicular sea el corte a las líneas de Langer que discurren de un lado a otro de la frente.  

La performance no es en la herida, sino en la cavidad que se aloja detrás de la herida.

            El grito

  1. La identidad. Nos hemos detenido a menudo no ya en la identidad que cobijan nuestros nombres, Su Alonso, Inés Marful, sino en el concepto mismo de identidad como perseverancia de lo idéntico. Ego idem sum. Identidad. Pero, ¿cuál de ellas? ¿Acaso la identidad no es la suma, y la reducción a un hipotético común denominador, de todas las diferencias? La apelación al nombre propio  no es gratuita. Lejos de serlo, llama a la paradoja de la inestabilidad de una presencia que ha dejado atrás la quietud metafísica de la Idea e invoca al nombre y a la filiación que lo acompaña como al único asidero al que aferrarse. Presentamos el carnet de identidad y el funcionario se asegura de que nos parecemos a la foto, siquiera sea remotamente. Nuestro nombre y nuestro número, sin embargo, nos afianzan sin variaciones en el casillero del censo y nos otorgan el privilegio de una existencia legal.

    Miramos las sucesivas cartes d´identité –toda carta es a la vez escritura y juego- y apenas nos reconocemos en la muchacha que ríe con el pelo cortado a lo garçon o con el rostro abatido por la pena. Hemos sido. Y la instantánea registra el rápido pasaje por esa identidad perentoria que, ya entonces, corría a nuestro encuentro. Al encuentro de la muerte. Nuestro nombre, por el contrario, permanece.

  1. Somos nombrados. Incluso numerados. Y aunque no es la menor de las paradojas que acompañan al nombre propio cuando decimos, por ejemplo, Su Alonso o Inés Marful, pero también Paul Celan o Primo Levi, el que ese nombre no recoja en absoluto lo que hemos sido, sino esa ceremonia civil que nos actúa y reúne para nosotros un conglomerado de signos que aluden a nuestra existencia. Un rostro, una biografía. Un nombre. Las certezas superficiales. Pero ¿qué somos en realidad? Y, sobre todo, ¿qué nos hace crear, cualquier cosa que sea la que creemos?

    Todo aquel que crea, ese es al menos nuestro punto de vista, crea para intentar expresar lo inexpresable. El material semántico que será irreductible a la traducción porque es, por definición, in-traducible. Porque -punto donde la materia y la energía significante tropiezan una y otra vez contra el horizonte de sucesos- no hay nada susceptible de ser trasladado hasta la superficie del lenguaje. Ningún lenguaje es capaz de traducir lo inexpresable de esa falla fundacional en el tejido de la sensibilidad que es la conciencia de la muerte.

    ¿Cómo nombrar lo que no tiene nombre? Ese es el grito de la especie. Esa es la carne del poema.

  1. Ni sí ni no. Pallacksch. Abolir el compromiso con las palabras. En su locura, Hölderlin es más lúcido que cualquiera de nosotros. Salvo en los asuntos más triviales, cada vez que decimos o no sacrificamos aquello que se opone a la afirmación o a la negación. Recordar a Freud cuando hace prevalecer la latencia sobre lo manifiesto, el fondo sobre la superficie. Recordar a Beckett cuando señala que toda lengua se “aparta” del significado que persigue. Recordar a Celan cuando dice que todo poema tiende al silencio. Recordar sin otro afán que hacer justicia a aquello que nos humaniza: la memoria. Sin el menor asomo de coquetería intelectual. Ya no. Sin recurrir a la auctoritas. Sin buscar aliados para la ceremonia trágica de lo imposible.

  1. Hablamos, pues, de un dolor que demanda traducción. De un radical de dolor antropológico probablemente parejo a la adquisición de la conciencia. Intentar traducirlo en palabras es abrir una vía de escape. He aquí la razón por la que hacemos cosas con el lenguaje, con los lenguajes. Y he aquí la razón por la que lo hacemos aun asumiendo que todo lenguaje nos desvía, obediente a la tropología de un psiquismo que nos protege de nosotros mismos mediante la imposibilidad de la denotación pura: metáfora y desplazamiento. Y asumiendo, es más, que no podría no desviarnos, puesto que no se puede decir con un lenguaje articulado aquello que procede del lugar de lo inarticulado, de lo que nos desarticula: el desfallecimiento del sentido en el avance vertiginoso del tiempo y en el espanto de la finitud. No pretendemos que esto que designamos como un radical antropológico se revele constantemente y en cualquier circunstancia. Defendemos, por el contrario, que, como sostiene Heidegger, este ser-para-la-muerte, condición del Dasein, sólo alcanza a expresarse en la revelación poética. De ese hacer (poiein) que es el arte.

  1. La muerte actúa en nosotros desde el principio, en una forma que  nos  produce  “extrañamiento”  y  que  nos “confina”.  Son  las palabras de Heidegger. Lo cotidiano –la vida- que, conteniendo in nuce su propia extinción, nos hace continentes de lo siniestro. Es siniestro que vivamos si estamos abocados a morir. Siniestro que el polvo –pulvis eris- iluminado por la conciencia vuelva al polvo sin conciencia –et in pulvis reverteris-. La muerte, lo un-heimlich freudiano, es, por antonomasia, ese ser no ya, como dice Heidegger, para-la-muerte sino habitado desde el origen por la muerte.

  1. Re-presentar, pues, el grito que nos acecha desde adentro. Nombrarlo de esa forma acodada u oblicua que es la representación plástica. Hacerlo de modo que, lejos de cualquier frivolidad, pueda al menos sugerir la latencia de lo innombrable. De aquello que, más allá de la palabra, grita. Un rostro blanco. Simbólicamente borradas las huellas que delatarían nuestra pertenencia a un género o a una raza. Un rostro idealmente desprovisto de nombre y de coordenadas. Un rostro que abre los ojos, sabedor de que en ese y en cualquier otro momento algo cava en él su propia tumba, y que los cierra en un gesto de rendición anticipado. Cerrar los párpados a la luz. Dejar que advenga a nosotros la in-consciencia que toda muerte significa. Curiosamente, nos revelamos incapaces de concebir la interrupción de nuestra propia conciencia. Incluso en nuestros ejercicios de imaginación póstuma nos contemplamos como ese algo inmaterial que, a despecho de cualquier argumento, todavía y eternamente piensa.

    La herida, ritual, se practica con un cúter sobre la frente. La herida es real. Su significación, lo universal de su simbolismo, queda librada a la plasticidad de cada imaginario. Si la imagen ha conseguido remover algo del orden de lo indecible en quien la mira, habremos logrado despertar una emoción que trasciende nuestra subjetividad y nos anuda al grito que nos recorre. Que compartimos. El grito de la especie.